La historia de Fernando Aguilera, a quien
llamaremos así para proteger la fuente, no difiere con la de muchos venezolanos
que deciden irse del país por falta de oportunidades y por la aguda crisis que
apremia en la nación y que el gobierno se niega a aceptar.
Es un joven de 30 años de edad, casado y padre
de una niña de 4 años. Se trata de un hombre de clase media-baja, que vivía en
una reconocida barriada caraqueña. En varias oportunidades pudo ir a Ecuador y
fue conociendo personas. Siempre decía que la situación en Venezuela mejoraría,
pero no ocurrió, más bien se agudizó. En su casa no llegaba la bolsa de los
CLAP, y cuando arribaba, los productos no eran los que habían dicho en su
consejo comunal. La bolsa estaba incompleta y tenía que callar, porque si no,
era tildado de opositor. Su niña pedía cosas, como todos infantes y tenía que
sortear entre el bajo sueldo de su esposa y de él, para poder complacer a la
pequeña.
Llegó a comer bollitos con mantequilla para
saciar el hambre junto a su núcleo familiar. Poco a poco se fue cansando de
estar a merced de lo que el gobierno le pudiera dar de comer y tomó la
decisión final de abandonar a su esposa e hija, para irse rumbo a Ecuador, pero
por tierra, en un viaje que duró tres días hasta llegar a Quito, la capital.
Aguilera compró un boleto por 160 mil
bolívares, con la empresa de transporte Asociación Cooperativa de Transporte Unión Encarnación Barlo. El día 5 de agosto
abordó junto a un grupo de personas que en promedio de edades no superaba los
40 años, la mayoría jóvenes que iban a llegar a Ecuador sin tan siquiera un
techo o alguien que los recibiera. Iban a probar suerte y a tratar de trabajar
para enviar dinero a sus familias en Venezuela.
Ya de noche, en el puente Santander, las
cosas empezaron a ponerse turbias, dice Aguilera. Como se sabe la frontera está
cerrada y no hay paso y, comenta, los guardias nacionales tienen un gran
negocio. El chofer del autobús tuvo que parar por un buen tiempo. Al parecer ya
había conversaciones previas con un GNB, la jugada de hacerlos pasar era justo
en el cambio de guardia. Una vez realizado, cada persona tuvo que desembolsar 40
mil bolívares para poder cruzar. Todos lo hicieron. Los fueron pasando de cinco
en cinco para no crear sospecha. Una vez atravesada la frontera, permitieron el
paso del autobús.
Todo continuó sin novedad una vez estando en
Colombia. Realizaron sus paradas de rigor, de vez en cuando los revisaban en
alcabalas de la vía hasta llegar a Ecuador, cuando todos tuvieron despedirse
para emprender un nuevo ciclo en sus vidas. Dice que no ha sido fácil, pero que
pudo conseguir un empleo en el que puede enviar dinero a su esposa y su hija.
La matraca en la frontera existe.
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